sábado, 26 de julio de 2008

Leer porque sí



LOS MISTERIOS DE LA CIUDAD DE MÉXICO son incontables, tantos como sus habitantes, aprenderá cualquier visitante de la urbe. ¿A dónde se guardan sus autos durante las noches?, ¿cómo inundan el paisaje durante la jornada? ¿Llegan de verdad a tiempo a sus trabajos? ¿Cuál es el origen de su monumental paciencia en los embudos de las horas pico por toda las calles y avenidas? ¿Cómo no perderse en una geografía sin denominación precisa?

En virtud de que tales temas son ajenos a mi conocimiento, aguardaré con paciencia a que alguien formule una respuesta respecto a tales fenómenos.

En retribución, no obstante, me atreveré a formular algunos fenómenos, más próximos a mi experiencia.

Las estadísticas reconocen que cada habitante del país lee de uno y medio a dos libros por año. Me atreveré a disentir respecto a la cuenta capitalina: mi experiencia en el Metro demuestra que, al menos, entre libros, revistas y diarios uno de cada cinco metronautas –sea de pie o sentado– algo lee.

Como el STC transporta un promedio de siete millones de pasajeros, calculo que, a diario, durante cinco días a la semana, casi un millón y medio de lectores han avanzado en su promedio de lectura.

¿Cuánto? Unas diez cuartillas diarias. Baratito. Cincuenta a la semana per capita, lo cual suma un volumen cercano a las 200 páginas mensuales. Al año, algo así como Guerra y paz.

Cierto: ni Alfaguara, ni el FCE, ni Anagrama son asunto cotidiano en el Metro; más bien escasean entre los lectores metronáuticos tales lecturas. Sus precios –infiero– los alejan de esos nichos. Sin embargo, atestiguo que a quienes les toca –por ejemplo– un libro de la colección Para leer en el Metro, no sólo lo leen, sino lo expropian: no para hacerse de una biblioteca hogareña, sino para compartirlo. Mi plumaje no es de ésos, pero no soy un inquisidor de quienes actúan de tal modo. Durante muchos años, leí de prestado.

He de confesar, sin embargo, que durante más de veinte años me ha preocupado eso de los programas de lectura. Ahora, creo haber encontrado una respuesta al problema del fomento a la lectura que saldría más barato que el FOBAPROA y esas cosas que a nadie le gusta mencionar.

No es sólo asunto de llevar la contra al Secretario de Hacienda; sino cuestión de multiplicar los caminos de cómo adelantarse a las leyes y a los reglamentos contra la lectura.

Si bien no soy fan del gobierno citadino, ni de su área cultural, juzgo acertada la venta de libros que hubo en el Auditorio Nacional a fin de postergar el Farenhait 451 con el que Hacienda decretó exterminar los títulos que no se agoten como pan caliente. Una subasta relevante. Esos libros sí se ven ahora en el transporte público.

Agrego: en mis caminatas por librerías de viejo y kioskos del Centro Histórico han surgido como hongos una serie de títulos ligeros: Historias siniestras de conventos y monasterios; Cuentos mexicanos de terror; y –entre muchos– el más brillante: Cuentos coloniales de terror. Dos libros cuestan veinticinco pesos. Quince uno solo. La editorial, Época.

En cuatro meses he comprado más de once títulos; (Época es una novísima editorial: 2008). Compro de a dos, regalo la mitad y aún conservo a mis amistades. Su autor –el mismo–, anónimo.

De acuerdo, no son obras maestras; pero ni se duerme uno, ni olvida en cuál estación descender. Y el siguiente título siempre da cierta curiosidad.

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Publicado en Laberinto


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