domingo, 23 de julio de 2006

El Inocencio III de Gerardo Laveaga


LA NOVELA HISTÓRICA en México se ha reducido por lo general a nuestra geografía e historia o a la épica o elegía familiares.

Jorge Ibargüengoitia, Bárbara Jacobs, Margo Glantz, Arturo Azuela o Silvia Molina como Laura Esquivel o Federico Campbell han explorado esas sendas con acierto diverso.

Gerardo Laveaga (México, D.F.,1963) quien tiene diversas novelas en su haber --La fuente de la eterna juventud (1985); Valeria (1987); El último desfile de septiembre (1994); Creced y multiplicaos (1996), entre otros títulos-- decide internarse con El sueño de Inocencio (Ed. Grupo Planeta, México, 2006), en la novela histórica medieval, feudo poco visitado por los escritores mexicanos, más inclinados a mantenerse en los territorios de nuestra moderna república de las letras.

Coincide la época que escoge Laveaga para El sueño de Inocencio con la de Baudolino, el personaje de la novela homónima de Umberto Eco: el fin del siglo XII y los primeros lustros del XIII. Ahí terminan las afinidades aunque algunas circunstancias --como la toma de Constantinopla, el ambiente de la Universidad de París, ciertas acciones bélicas, etc., son atmósfera común para los protagonistas de estas obras. Baudolino es un personaje del pueblo; en contraste, Lotario de Segni, un noble de abolengo.

El tema de El sueño de Inocencio es apasionante: el poder papal y la impronta que Inocencio III y sus sucesores darán a la Iglesia. El asunto podría parecer espléndido sólo para aquellos que gustan dirimir asuntos teológicos o litúrgicos, y poco incitante para los legos; sin embargo Laveaga logra dar un giro narrativo vertiginoso a cada edad de la biografía de Lotario de Segni: su etapa de estudiante en París y Bolonia, la influencia de su madre, sus viajes y amores con dos mujeres contrastantes: la valdense Bruna, fuente de sensualidad, y la noble Ortolana, toda sensibilidad.

Conocemos asimismo la génesis de su habilidad diplomática; de sus amistades judaicas y monacales, Alvar y Angelo; los periodos de actividad y de desolación propias del joven adulto, su diaconado y su nombramiento como cardenal, todavía sin la necesidad de los votos eclesiásticos. Cada etapa de la vida del protagonista muestra situaciones donde la personalidad de Lotario desenvuelve su apertura de pensamiento y su amor por el saber sin cortapisas.

Numerosas y bien selectas lecturas sustentan el trabajo de Laveaga. Contextualiza con habilidad la época y las reacciones de los personajes. A estos los diferencia con rasgos y caracterizaciones precisas, como sucede con los grandes amigos de Lotario: Esteban Langton y Roberto de Couurcon, que son vistos como encarnaciones de la pluma y la espada. O los diversos reyes que tratan a Inocencio: Ricardo Corazón de León o Federico Hohenstauffen.

El ritmo de la escritura va al parejo de la evolución del protagonista. Laveaga desliza escenas y elementos --como las diversas visiones de los sueños de Inocencio-- que permiten dudar de las intenciones de los personajes históricos y de sus justificaciones a posteriori. Con estos detalles o interpolaciones de situaciones llenas de tensión --la defensa de Roma, la visita a los hospitales, la peste con que hieden los franciscanos, etc.-- que afianzan la verosimilitud de la obra.

Cabe notar que la dificultad de construir un personaje literario como Inocencio es notable: si bien la dibuja previamente LAveaga desde los ojos de Lotario al hablar del Papa, el narrador debe dar un giro cardinal al momento de que De Segni asume que es el Vicario de Cristo. Tal es la razón del título de la obra, que coincide con una pintura del Giotto que lleva el mismo nombre.

El sueño de Inocencio. Giotto
Son ciertamente los años del papado de Lotario de Segni como Inocencio III los que más interesan a Laveaga. Y el parteaguas del tono de la novela: si bien la parte que se ocupa de la vida secular de Lotario es ágil, contrastante; la que corresponde al papado --a partir de la página 183-- es fascinante, con diálogos refinados, irónicos, y situaciones asombrosas: el personaje de Laveaga ha dejado atrás su yo, su ego, en función de un ideal colectivo, de largo alcance. Tal es el atractivo de Inocencio III, un león egoísta. Un rey que debe decidir y controlar el destino de todos los reyes y sus súbditos en la tierra.

Para comprender los contrastes de este hombre y Papa, Laveaga adopta un recurso narrativo interesante: las reflexiones del viejo padre Alvar en su lecho de muerte; y la cólera de Felipe "Augusto", rey de Francia, donde despliega toda su habilidad literaria.

En realidad --como producto de una primera lectura, esta segunda parte es la más destacada--, ya que el personaje no ofrece descanso ni al autor ni al lector: hay que seguir el paso endemoniado de un hombre hiperactivo, que no tiene tiempo ni voluntad para que su proyecto se vea retrasado ni un solo minuto. Los únicos breves paréntesis --llevados con extrema inteligencia-- son los instantes dedicados a las mujeres que amó en su vida seglar, mas sin dejar de ser Papa.

Y hay muchas más cualidades en esta obra, mismas que todo lector descubrirá con gusto en una noche en vigilia o en una lectura paulatina. Y por supuesto, las minucias de las que todo autor se apena cuando alguien las señala; pero esas serían ganas de no disfrutar de un texto que invita a su relectura.







1 comentario:

Luna Imaginaria dijo...

Efectivamente, muuuy buena novela, de esas clásicas "que no quieres soltar, pero tampoco deseas que se termine"; aunque, para desdicha de mis manías como lectora, entre las "minucias" que señalas no puedo perdonar las páginas en blanco, pero... ¿ante quién me quejo? ¿El autor por no revisarlo? ¿El editor por no corregirlo? ¿La imprenta por entregarla tal cuál? ¿Domingo 7 por recomendarlo? Me pareció imperdonable, ¡Fatal! Lástima de trechos perdidos.