domingo, 26 de septiembre de 2004

Suicidio y arte de morir


Nota roja y arte de morir

La nota roja contemporánea nos ha hecho miopes respecto al ejercicio de la ejecución, junto con la información derivada de los medios. De tal manera, no es arriesgado afirmar que todo pueblo ha practicado la pena de muerte sea por motivos sagrados --religiosos-- y de justicia, lo que se agrega a las prácticas de asesinato.
Sin embargo, a su vez, la nota roja educa en función del moderno ejercicio de la muerte:

Por la nota roja aprendemos al inicio del 2001, en la Ciudad de México, el ahorcamiento es la forma preferida del suicidio. Y se demuestra que las vías del Metro, por ejemplo, es uno de los procedimientos que, pese a su velocidad y eficacia, no es el más convincente para los usuarios como forma de morir. ¿Pudor o respeto al cuerpo ante la excesiva violencia del impacto y/o la descarga eléctrica?

Avanzo otra hipótesis: es imposible para un suicida desligar su imagen póstuma con la experiencia mediática. ¿Cómo apartar de la memoria que son los criminales y los enemigos de los héroes de las películas y de los programas televisivos quienes mueren de esa manera? No obstante, 50 suicidas anualmente optan por este recurso. No hay un estudio de caso al respecto.

En cambio, es notorio que los viejos que se dejan morir, conforme a la información de las crónicas amarillistas, recurren a la muerte por asfixia, abren la llave del gas.
En contraste, quienes mueren por asfixia de CO son en su mayoría muertes accidentales donde pobreza e ignorancia inciden. Éstas ocurren en noches invernales y por lo general son muertes tumultuarias.

Gilberto Flores Alavez enseñó con su machete el camino para los parricidas del último cuarto del siglo veinte mexicano. El asunto, estudiado por Vicente Leñero en la novela Asesinato, causó revuelo. Casos parecidos se han contemplado más tarde, y coinciden en cuanto al uso del arma blanca como instrumento prefererido.

No fue este el caso de un subsecretario de Comercio en el año 2000, quien inexperto en la aplicación del harakiri (los subsecretarios de Comercio no leen la biografía de Mishima), se cortó el cuerpo con una navaja de taller de diseño, tipo cutter, (dos dólares el juego de navajas chinas en las ofertas de los vendedores ambulantes de las esquinas) y deambuló desagrándose una buena distancia por las proximidades de la carretera de Toluca.

En este crimen, los sucesores y discípulos de Vicente Leñero podrán encontrar una veta criminalística maravillosa. La justicia mexicana acudió a todos los métodos modernos de investigación, incluso la psicología y el análisis del perfil criminal para determinar que el sujeto del caso estaba alterado en sus facultades mentales debido a un estrés extremo.

Un retiro bancario de 200 dólares (en su equivalente en moneda mexicana), unas notas que supuestamente exoneraban a todo dios: al presidente Ernesto Zedillo, al Secretario de su despacho, a su esposa, etc., y un dolido adiós a sus pequeños hijos --a quienes heredaba su colección de Cdes de música (¡seguro estaba en su perfil de Yahoo!) permitieron aclarar el caso. Después: silencio, olvido, una viuda y unos huérfanos.

Quedaron pendientes: un negocio millonario que instrumentó con un exmilitar argentino, el RENAVE, del cual puede en Internet averiguarse la historia; la conveniente presencia en aquel momento de su jefe directo en Japón (of all places, aunque no hubo visita oficial a la tumba de Mishima); y el laberíntico juicio del militar argentino, adicionalmente acusado de criminal de guerra, y fratricida por su participación en los crímenes de la dictadura militar de su país de origen; y el temeroso silencio de su familia, quien estuvo de acuerdo con el dictum judicial respecto al asunto.

Si tal muerte hubiera sido única, no quedaría duda respecto al suicidio. Sin embargo, ese periodo de la historia de México, el sexenio final del siglo, estuvo empañado por series de crímenes sin resolver y una serie de atentados, muertes y suicidios de funcionarios de diversa posición y nivel. Un diputado. El cuñado del Presidente. Un locutor de televisión. Un Oficial Mayor. Un cardenal. Un gobernador de Chihuahua. Sucidios y muertes que comenzaron con el asesinato del candidato presidencial priísta, Luis Donaldo Colosio en 1994 y se diluyeron, ya entrado el siglo XXI, tras el inexplicable suicidio de Benigna Ochoa, una defensora de los derechos humanos, supuestamente muerta a causa de la depresión.

Abundemos un poco en la proporción de la oscuridad. Ese Oficial Mayor de la PGR. Un hombre gris, mediano, servicial y habilidoso que llegó hasta donde lo dejaron. A la vera de un camino próximo a su casa, una mañana en su camioneta Suburban, con un tiro en la cabeza, con una nota suicida, y con los lentes perfectamente ajustados al rostro.

El acongojado procurador, Jorge Madrazo, igualmente gris, ¿intuía que se había convertido simbólicamente en un verdugo, que había dejado de ser el Fiscal de la nación?

En esta breve enumeración está el tema para quien decida dedicar una vida a un imposible laberinto. ¿Qué habría pensado Dumas de este material? Legajos inagotables, declaraciones, páginas y páginas de contradicciones y aparentes pruebas que no conducen a ninguna parte. Es de tal perfección la trama de los acontecimientos confusos e inconexos que la vía de la intuición sólo puede proponer hipótesis desconcertantes, o la evidente: se desbocó el poder, se multiplicaron los verdugos. Y la conclusión: en México, efectivamente, es ciega la justicia.


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