domingo, 26 de septiembre de 2004

Ver morir

Despedirse de los amigos

DIEGO BRICIO era rollizo, ágil, activo y sonriente. Químico brillante, amigo y protector de mi mujer. Tenía buen gusto y una gentileza y suavidad muy ajena a la de los Sinaloenses que conozco. Aunque compartía de ese caracter la generosidad y el gusto por las reuniones numerosas y festivas. Cuatro o cinco veces gocé de su hospitalidad. Un hombre en verdad cordial. Su gusto por las matemáticas lo había hecho un matemático serio, reconocido por los egresados de la Facultad de Ciencias de la UNAM.

Viajaba mucho. Durante una estancia en Italia me envió un libro de Giovanni Capelli: Floppy Disk, una novela de género négro de un autor de fines de los 80 que no ha sido traducida en México. El gesto implicaba que me encontraba algún parecido físico con el autor y era un guiño a mi interés por las computadoras.

Como yo, fue profesor de la UAM desde su inicio. Un edificio en la Unidad Iztapalapa de esta universidad lleva su nombre.

La última vez que lo vi fue en el área reservada del Instituto Nacional de Nutrición, con veinte o 30 kilos menos, con inmunodeficiencia adquirida, pálido, febril, sudoroso y delirante. Murmuraba que no quería morir. Apenas nos reconoció a mi mujer y a mí. Fue la despedida.

Para mi padre, médico, la muerte es un proceso. No tenía prejuicio para llevarme con él desde los cinco o seis años para estar con varios agonizantes. Lo entendía porque eran hombres o mujeres que había visto yo en su consultorio con sana faz. Los reencontrábamos con rostros de color diverso: ictéricos, terrosos, cenizos, pálidos, verdosos. Caras y miradas agobiadas por el sufrimiento físico, por el agotamiento. Matices del dolor humano al final de sus caminos. Y atrás la adivinanza de su resignación: una inexplicable tristeza. En nada es semejante a estos rostro el de alguien que agoniza de SIDA.


1 comentario:

Guapolo dijo...

Probablemente la diferencia es que las personas con SIDA encuentran la muerte, y no la muerte a ellos...